Lo que el ladrón se llevó

Posted by Vero Chamorro on 24 junio 2013

Agronomía es un barrio de bajo perfil: calles anchas y arboladas, casas bajas y negocios que cierran a la hora de la siesta. Tanta tranquilidad te engaña, te ilusiona con la idea de lugar seguro. Y uno se deja engañar, porque quiere sentirse a salvo. Pero volvimos a casa y nos encontramos con las cerraduras forzadas. Y chau ilusión.
Primer golpe, encontrás todo revuelto. Segundo, notás la ausencia de lo obvio: televisor, computadora y esas cosas. Pensás que eso importa y puteás un rato, pero después descubrís la falta de documentos. Cuando sos consciente de la burocracia que te espera, te olvidás de lo molesta que estabas por el televisor. Y de pronto, te das cuenta de que la ropa que tenías también se fue. Para ese entonces, los pasaportes, tarjetas y partidas de nacimiento te importan un bledo. Y los objetos de valor te importan todavía menos. Te encontrás sin campera, sin pantalones, sin sábanas... Y entonces, sí, el golpe de gracia. Entendés que si te vaciaron la mesa de luz, se llevaron el rosario que te regaló tu abuelo (el rosario en sí hace mucho que dejó de importarme, pero también se llevaron la dedicatoria que lo acompañaba, y eso sí duele), las pocas medallitas que lograron sobrevivir a las reiteradas crisis que afectaron a varias generaciones de la familia y, lo peor: también te robaron la lata. La de flores. La que compraste a los 15 años en un negocio de "Todo por $2". Y entonces comprendés que se llevaron todos tus recuerdos.
Como soy muy selectiva, entraban en una lata chica, que apenas cerraba. Se notaba que eran papeles, pero se los llevaron igual. No era algo que mirara siempre, pero de vez en cuando la abría y recuperaba la imagen de momentos importantes que viví, me reencontraba con la sensación de aquél entonces. Ahora llevo una semana devanándome los sesos para tratar de recuperar algo de eso... y es odioso descubrir que me acuerdo de tan poco. Son ridiculeces, ya lo sé. El moño del primer ramo de flores que me regalaron, la entrada de cuando fui a ver a B. B. King., una navaja hecha de palitos de helado que me regaló mi mejor amigo de primaria y que falleció a los 13 años, cartas de familiares y amigos... también había un poema que me había escrito un desconocido en el tren, y otro que me había hecho un compositor que solía tocar la guitarra en el patio de la facultad. Dos extraños con los que apenas crucé un par de palabras. Pero esos dos poemas iban a recordarme toda la vida que alguna vez fui una mujer capaz de generar ese arrebato en un desconocido. Y ahora esos papeles van a terminar, con suerte, en un tacho de basura, y con el tiempo yo también voy a olvidarlos. De hecho, no me acuerdo ni un solo verso.
Ahí estaba también la cucharita del helado que compartimos con mi marido la primera vez que hablamos seriamente de casarnos, el pasaje del primer vuelo que hice sola en avión, una carta que mi hermana menor me escribió cuando me mudé sola, la entrada al museo Rodin (al que nunca imaginé poder visitar... ese ticket iba a recordarme que hasta lo que parece imposible a veces se alcanza).
La lata tenía muchas cosas más... cada vez que tocaba esos objetos viajaba hacia atrás. Ahora, apenas recuerdo unos pocos. Y la idea de perder esos momentos para siempre me causa una tristeza infinita. Quizás lo que más me afecta es que se llevaron lo más íntimo que tenía. Me sacaron parte de la memoria. Y una parte que nadie más conocía.
Todo lo demás, volverá con el tiempo. Lo imprescindible, ya lo repusimos. Los amigos nos regalaron sábanas y me prestaron abrigo. Es bueno tener gente querida cerca, te devuelven un poco la fe en la humanidad. Imagino que con el paso del tiempo voy a volver a sentirme en casa, y a recuperar un poco la sensación de seguridad. Y que volveré a llenar una lata con nuevos recuerdos para poder viajar al pasado cuando sea vieja, u optaré por "viajar liviana y dejar todo atrás", como me recomendó un amigo. Pero hoy estoy triste, y mi Buenos Aires querida se me antoja gris, cruel e inhóspita, y mi barrio perdió el encanto que tenía; y no dejo de preguntarme qué clase de mundo es este que no me permite darle ni un lugar seguro a mi hija, ni guardar una lata llena de papelitos para que revise cuando tenga edad de juntar sus propios recuerdos. Así dan ganas de mudarse al medio del desierto patagónico.
Cuando le conté esto a un amigo me dijo "escribila, hacé que tu lata se rehaga en letras". Así que acá estoy, después de tantos meses sin entradas en el blog, retomándolo para hablar de algo que no tiene mucho que ver con la temática de este espacio. O quizás sí: al fin y al cabo, esa lata contenía buena parte de lo que marcó mi vida. Quizás este sea el mejor sitio para reconstruir el recuerdo a partir de los retazos que todavía me quedan. Así que esta vez no hay recomendación de lecturas, ni de cafés, ni recetas. Tampoco hay fotos. Pero sí hay retazos de memoria, a ver si las palabras logran conservarla.

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